Una epidemia silenciosa carcome las aulas de Durango, dejando a su paso un reguero de daños psicológicos profundos, rendimiento académico en picada y, en los casos más extremos, desenlaces fatales. El acoso escolar, potenciado por la violencia física y el implacable ciberbullying, ha evolucionado más rápido que los protocolos para contenerlo, generando una crisis de salud pública cuyas secuelas pueden marcar de por vida a una generación entera de estudiantes. Frente a este panorama, la falta de intervenciones efectivas agrava el dolor y normaliza un sufrimiento que debería ser inadmisible.
Las principales víctimas de esta crisis son los niños y adolescentes que enfrentan la violencia de sus pares. Según estimaciones especializadas, seis de cada diez víctimas desarrollarán trastornos de ansiedad generalizada o social, acompañados de crisis de pánico y alteraciones del sueño. Cuatro de cada diez presentarán cuadros depresivos moderados o severos. Quienes enfrentan un riesgo aún mayor son los estudiantes con alguna discapacidad, quienes tienen entre dos y tres veces más probabilidades de ser hostigados mediante agresiones físicas, burlas, apodos despectivos e imitaciones ofensivas.
La forma en que el bullying despliega sus efectos es a través de un daño multifacético que trasciende el patio escolar. La doctora Victoria Alemán, psicóloga de la Coordinación Estatal de Salud Mental de Durango, enfatiza la necesidad de una comunicación abierta con los menores para detectar cambios en su conducta que delaten el acoso. Mientras tanto, asociaciones como "Sí Se Puede A.C." señalan un contraste generacional: aunque las nuevas generaciones muestran mayor comprensión sobre el respeto a la diversidad, el problema persiste en adultos mayores que se resisten a abandonar términos y motes ofensivos, reflejando una falta de sensibilidad que dificulta la inclusión.
El momento de actuar es ahora, mientras las víctimas acumulan un dolor que puede determinar su futuro. Las consecuencias no son un asunto del mañana; se manifiestan hoy en la ansiedad que paraliza, en la depresión que aísla y en el miedo que acompaña a los estudiantes hasta sus hogares a través de las pantallas.
El lugar donde esta tragedia se desarrolla es el entorno educativo duranguense, desde las primarias hasta las preparatorias. Sin embargo, el impacto no se confina a las escuelas; se extiende a los hogares, afecta a las familias y resuena en toda la comunidad. La proyección es clara: sin una intervención sistémica, temprana y especializada, las secuelas del acoso persistirán en la vida adulta de estos jóvenes, configurando una sociedad con heridas profundas. La solución requiere más que discursos; exige una acción coordinada que transforme las aulas en espacios seguros donde la empatía y el respeto sean la norma, no la excepción.