En cada adulto hay un niño que nunca terminó de irse. Las experiencias tempranas, desde los afectos hasta las ausencias, se convierten en huellas que acompañan toda la vida y que hoy están influyendo en la forma en que las familias duranguenses crían, conviven y enfrentan los retos sociales.
En México, 7 de cada 10 personas crecieron con algún tipo de adversidad emocional o violencia durante su infancia. Y Durango no es la excepción. Los principales motivos de atención psicológica en el estado siguen ligados a depresión, ansiedad y conflictos familiares, muchos de ellos originados en dinámicas aprendidas desde la niñez. Los casos de violencia familiar continúan siendo uno de los delitos más denunciados, lo que refleja ambientes donde numerosos niños crecen expuestos a gritos, amenazas o castigos normalizados.
En el entorno familiar, estas huellas determinan cómo los padres responden al estrés, cómo educan y qué modelo de convivencia reproducen. Muchos adultos jóvenes llegan a consulta repitiendo patrones vividos en su infancia: comunicación violenta, miedo al apego o dificultad para poner límites.
A nivel social, el impacto también es visible: problemas de conducta en escuelas, conflictos en colonias, intolerancia, baja regulación emocional y dificultades para resolver diferencias tienen relación (en muchos casos) con experiencias tempranas no atendidas.
Mientras Durango enfrenta presiones económicas, estrés social y un aumento en la demanda de atención psicológica, los expertos son claros: sanar las huellas de la infancia es una inversión para el futuro del estado. Atender la salud emocional de niñas y niños no solo fortalece a las familias, sino que construye sociedades menos violentas y generaciones capaces de romper ciclos que han marcado a Durango por años.