1932: la primera ruptura diplomática entre México y Perú
Política

1932: la primera ruptura diplomática entre México y Perú


El pasado lunes 4 de noviembre, la Presidencia de Perú anunció a través de su cuenta oficial en X la ruptura de relaciones diplomáticas con México, luego de que el gobierno mexicano otorgara asilo político a la ex primera ministra peruana Betsy Chávez



Desde Palacio Nacional, México defendió su postura. El subsecretario para América del Norte, Roberto Velasco Álvarez, calificó la decisión peruana como "injustificada" y aseguró que el país actuó "de forma pacífica, con sentido humanitario y en estricto apego al derecho internacional".


Por su parte, el canciller peruano, Hugo de Zela, acusó tanto al actual gobierno mexicano como al anterior -ambos encabezados por Morena- de intervenir en los asuntos internos del Perú, razón por la cual se tomó la medida diplomática.


El conflicto, sin embargo, tiene raíces más profundas. La tensión entre ambos países se remonta a 2022, cuando el entonces presidente Pedro Castillo intentó disolver el Congreso peruano y fue detenido mientras se dirigía a la embajada de México, donde presuntamente planeaba solicitar asilo. Desde entonces, la relación entre Lima y Ciudad de México ha oscilado entre la cooperación y la desconfianza.



No es la primera vez que se rompe el vínculo: en 1932, ambos gobiernos también tuvieron unas crisis diplomáticas por desacuerdos políticos. Casi diez décadas después, la historia parece repetirse, aunque en un contexto muy distinto



México y Perú: una ruptura con historia

En mayo de 1932, México y Perú rompieron relaciones diplomáticas por primera vez en su historia moderna.


El motivo oficial fue una acusación de injerencia: Lima sostenía que la embajada mexicana había servido de puente para las comunicaciones del Partido Aprista Peruano (APRA), un movimiento antiimperialista que el régimen peruano consideraba subversivo.


La tensión creció luego de que el diario El Comercio publicara una carta escrita años antes por Víctor Raúl Haya de la Torre -líder aprista y exiliado en México-, donde hablaba de un levantamiento armado.


Para el gobierno peruano, aquello era la prueba de que el asilo político se había convertido en complicidad.



México lo negó, defendiendo su principio de no intervención, consagrado en la Doctrina Estrada



Un choque de visiones

El contexto no era menor. Tras la caída del presidente Augusto B. Leguía en 1930, Perú vivía bajo un régimen militar encabezado por Luis Miguel Sánchez Cerro, que había ilegalizado al APRA y perseguido a sus militantes.


México, en cambio, salía de su propia Revolución y promovía causas antiimperialistas en toda América Latina.


Esa diferencia ideológica se convirtió en un campo minado. Mientras México defendía el derecho de asilo y la libertad de expresión, Perú veía en ello una amenaza a su soberanía.



Las acusaciones de que la valija diplomática mexicana -cartera cerrada y precintada que contiene la correspondencia oficial de la misión diplomática, que no puede ser abierta ni retenida por el Estado- servía para enviar mensajes clandestinos solo avivaron la desconfianza



De la carta al rompimiento

El 11 de mayo de 1932, el gobierno peruano declaró persona non grata al ministro mexicano Juan G. Cabral, y cuatro días después México rompió relaciones diplomáticas.


El intercambio epistolar terminó con la retirada de ambas delegaciones.


La crisis alcanzó su punto más tenso poco después, cuando Haya de la Torre fue arrestado en Lima, muy cerca de la legación mexicana.



Desde la prensa, ambos gobiernos se acusaron mutuamente de usar la diplomacia con fines políticos



Mediación y reencuentro

Un año después, en 1933, la mediación del gobierno español permitió restablecer los vínculos. Para entonces, Sánchez Cerro había sido asesinado por un militante aprista y el nuevo mandatario, Óscar R. Benavides, buscó cerrar el capítulo.


Las relaciones se normalizaron sin que ninguno de los dos países admitiera culpa.


Durante la Segunda Guerra Mundial, México y Perú retomaron la cooperación en foros internacionales y elevaron sus legaciones al rango de embajadas.


Aun así, la experiencia de 1932 dejó huellas: México se consolidó como refugio político para exiliados apristas, y ambos países aprendieron los límites entre la solidaridad ideológica y la diplomacia estatal



Noventa años después, los ecos de aquella ruptura siguen resonando cada vez que México ofrece asilo a figuras políticas peruanas. La historia recuerda que, en América Latina, las afinidades ideológicas pueden fortalecer los lazos o ponerlos en riesgo 


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