Los trastornos alimenticios representan una de las problemáticas de salud mental más complejas y devastadoras de la actualidad. Afectan a millones de personas en todo el mundo, sin distinción de edad, género o contexto socioeconómico. Entre los más comunes se encuentran la anorexia nerviosa, la bulimia nerviosa y el trastorno por atracón, aunque existen muchas otras formas menos visibles.
El impacto de estos trastornos va mucho más allá de la alimentación. No solo comprometen el funcionamiento físico del cuerpo provocando desde desnutrición, daño orgánico y alteraciones hormonales hasta el riesgo de muerte, sino que también deterioran profundamente la salud emocional, las relaciones sociales y la autoestima de quienes los padecen.
A nivel psicológico, los trastornos alimenticios suelen estar acompañados de depresión, ansiedad, obsesiones y baja percepción del valor personal. Las personas afectadas a menudo experimentan sentimientos intensos de culpa, vergüenza o miedo relacionados con su cuerpo y la comida. En muchos casos, este sufrimiento permanece oculto durante años, lo que dificulta la intervención oportuna.
El impacto también se extiende a las familias y entornos cercanos. Ver a un ser querido luchar con un trastorno alimenticio genera preocupación, impotencia y, en ocasiones, conflicto. El desconocimiento sobre estas enfermedades puede hacer que se minimicen o malinterpreten los síntomas, retrasando el acceso a tratamiento especializado.
Además, los trastornos alimenticios se ven reforzados por factores culturales y sociales, como los estereotipos de belleza, la presión estética en redes sociales, la cultura de la dieta y la gordofobia. Todo ello contribuye a generar una relación dañina con el cuerpo y la alimentación, especialmente entre jóvenes y adolescentes.