Durante este 2025, uno de los efectos más persistentes de la pandemia por COVID-19 ha sido el impacto en la seguridad alimentaria, especialmente en las poblaciones más vulnerables. Aunque han pasado varios años desde la emergencia sanitaria global, sus consecuencias siguen afectando el acceso a una alimentación adecuada, nutritiva y de calidad.
La crisis sanitaria provocó interrupciones en las cadenas de suministro, pérdida de empleos, aumento de los precios de los alimentos y debilitamiento del poder adquisitivo en millones de hogares. Estas condiciones han contribuido a que muchas familias, particularmente en contextos de pobreza, enfrenten mayores dificultades para cubrir sus necesidades alimentarias básicas.
A pesar de los esfuerzos de los gobiernos, organizaciones internacionales y sociedad civil por implementar programas de apoyo, el avance hacia una recuperación nutricional sostenible ha sido lento y desigual. La inflación en los productos de la canasta básica, la escasez de ciertos alimentos, y la falta de acceso a servicios de salud y educación nutricional agravan la situación en diversas regiones del mundo.
Especialistas en desarrollo social advierten que garantizar la seguridad alimentaria no solo implica el acceso físico a los alimentos, sino también su disponibilidad, inocuidad y valor nutricional. Por ello, señalan la urgencia de fortalecer las políticas públicas orientadas a la producción local, la distribución equitativa y la educación alimentaria.
Mientras no se atienda este problema de manera estructural, millones de personas en su mayoría niños, mujeres y adultos mayores seguirán expuestas a consecuencias como la desnutrición, enfermedades crónicas y bajo desarrollo físico e intelectual.
La seguridad alimentaria continúa siendo un desafío global que requiere soluciones integrales, sostenidas en el tiempo y centradas en la equidad.