Jorge Valdano escribió alguna vez que: "el fútbol es la cosa más importante de las menos importantes". Y tenía razón. Porque en Santa Ana Tlapaltitlán, ese lugar donde la urbe une a Toluca con Metepec, el fútbol no es un deporte más: es cultura, es tradición, es un sueño y, sobre todo, es unión.
Allí, donde las torres de luz vigilan como centinelas de acero, el Club Deportivo Nacional ha hecho de una cancha modesta su propio Maracaná. No importa su tamaño, porque en los ojos de los niños se expande hasta ser infinito. Cada regate, cada disparo, es la antesala de un futuro que imaginan vestido con los colores de la primera división.
El ritual futbolero tiene su propio sabor: un chicharrón preparado en la mano, lo helado de la cerveza que quita la sed.
Todo ocurre bajo el mismo guión: las mamás abrazan a sus hijos como si ya fueran ídolos nacionales y hasta el perro se siente parte del equipo. Aquí no hay razas, no hay clases, no hay divisiones: la pelota lo iguala todo.
El Nacional no se improvisa, se construye. Lleva setenta años sosteniendo al barrio sobre los cimientos del fútbol. Tres décadas y media después de su primer entrenamiento, el profe Pancho sigue ahí, llamando a los jóvenes a perseguir sus sueños con la fe ciega que solo el barrio puede enseñar.
En esas canchas, las reglas se doblan y los papeles cambian: Cristiano Ronaldo puede ser portero, el delantero más hábil puede terminar en defensa y el niño más callado se transforma en héroe.
El fútbol en Santa Ana Tlapaltitlán es eso: un espejo de la vida misma, con sus frustraciones y alegrías, con su crudeza y su ternura. Y mientras la pelota siga rodando en esa cancha que parece pequeña pero encierra sueños inmensos, el Nacional seguirá siendo mucho más que un club. Será la prueba de que, lo más importante de lo menos importante es capaz de darle sentido a todo.