Qué Pasaría si: Desapareciera la Comida Chatarra
Salud

Qué Pasaría si: Desapareciera la Comida Chatarra


Imagina entrar a una tienda de conveniencia un martes cualquiera. Buscas un refresco frío, unas papas fritas o unas galletas para aguantar por el momento el día, pero los estantes están vacíos



En su lugar, hay letreros: "Producto retirado por razones de salud pública". No es desabasto ni crisis logística. Es una decisión deliberada del Estado, similar a la prohibición del tabaco en espacios cerrados o a los sellos negros que desde 2020 advierten sobre excesos de azúcar, sodio y grasas.


En esta escena hipotética, los ultraprocesados han desaparecido de México. No por moda, sino por regulación sanitaria. Las familias vuelven al mercado, al kilo de frijol, al maíz, a las verduras de temporada.


Para algunos, el cambio representa una oportunidad de comer mejor. Para otros, especialmente en zonas marginadas, significa perder los alimentos más baratos, duraderos y accesibles que tenían a la mano.



La pregunta no es solo qué comeríamos, sino qué revelaría este cambio sobre el país que somos hoy


Antes del exceso: cuando la dieta era distinta

México no siempre comió como ahora. Hasta los años ochenta y principios de los noventa, la dieta cotidiana se basaba en la milpa: maíz, frijoles, chile, calabaza, verduras locales y consumo moderado de productos animales.


Era una alimentación sencilla, repetitiva, pero nutricionalmente más equilibrada y con muy bajo consumo de azúcares añadidos y grasas industriales.


Ese modelo comenzó a cambiar con la apertura comercial, la urbanización acelerada y la reducción del tiempo disponible para cocinar. La llegada masiva de ultraprocesados coincidió con el abaratamiento de calorías vacías y con la expansión de tiendas de conveniencia.


El resultado fue contundente: desde 1980, la obesidad en adultos se triplicó y hoy alcanza 36.9% de la población; la diabetes tipo 2 afecta a 16.4% de los mexicanos y provoca alrededor de 112 mil muertes al año.



Actualmente, cada persona en México consume en promedio más de 210 kilos de ultraprocesados al año, el nivel más alto de América Latina. El problema no apareció de la nada: fue el resultado de un cambio estructural en la forma de producir, vender y consumir alimentos


El golpe económico: pérdidas visibles, ganancias menos obvias

Eliminar los ultraprocesados no sería neutro para la economía. La industria de alimentos y bebidas aporta entre 4% y 7.6% del PIB y emplea directa o indirectamente a entre 2 y 3 millones de personas en procesamiento, distribución y venta. Microtiendas y tienditas dependen en buena medida de refrescos y botanas, que pueden representar hasta un tercio de sus ingresos.


Sin embargo, el consumo no desaparecería: se redirigiría. La demanda de alimentos frescos podría reactivar al sector agrícola, que hoy emplea a 6.4 millones de personas.


Mercados locales, fondas y cadenas cortas de producción ganarían peso. Experiencias previas -como el etiquetado frontal- muestran que estas regulaciones no destruyen empleos netos, sino que los trasladan a otros sectores.



Además, el ahorro potencial en salud sería significativo. El tratamiento de obesidad y diabetes cuesta al país hasta 272 mil millones de pesos al año. A largo plazo, reducir estas enfermedades podría compensar parte de las pérdidas económicas iniciales


El costo oculto: desigualdad y acceso

Aquí aparece el punto más delicado. Los ultraprocesados no solo son populares: son baratos, duran mucho y se consiguen en cualquier esquina.


Hoy, casi 60% de los hogares mexicanos no puede acceder a una alimentación saludable de manera constante. Para millones de personas, eliminar ultraprocesados sin alternativas significaría comer menos, no mejor.


Sin subsidios, comedores comunitarios, transporte de alimentos frescos o infraestructura de refrigeración, la medida podría profundizar la inseguridad alimentaria, especialmente en zonas rurales y en el sur del país.



El riesgo no es teórico: es estructural


Cocinar más, vivir distinto

En la vida cotidiana, la desaparición de ultraprocesados obligaría a reorganizar rutinas. Cocinar volvería a ser central, pero en un país donde las personas dedican en promedio solo 34 minutos a las comidas principales, el cambio no sería sencillo.


La carga recaería, como suele ocurrir, en las mujeres, que destinan cerca del 40% de su tiempo al trabajo doméstico, frente a apenas 6% de los hombres.


Comer mejor implicaría más tiempo, más planeación y más trabajo no remunerado.


Sin cambios en jornadas laborales y corresponsabilidad en casa, el beneficio alimentario podría convertirse en una nueva fuente de tensión


¿Mejor salud? Sí, pero no de inmediato

La evidencia internacional es clara: países con dietas tradicionales y bajo consumo de ultraprocesados, como Japón, presentan menores tasas de obesidad y diabetes. En México, una reducción sostenida podría disminuir significativamente estas enfermedades y la mortalidad asociada.


Pero no sería un milagro instantáneo. Los beneficios llegarían con educación nutricional, acceso real a alimentos frescos y condiciones de vida que permitan sostener el cambio.


Volvamos al supermercado vacío del inicio. La desaparición de los ultraprocesados no haría a México automáticamente más sano ni más justo. Lo que haría sería exponer nuestras dependencias: jornadas largas, bajos ingresos, desigualdad territorial y una economía construida alrededor de la comida barata.


La pregunta de fondo no es si podríamos vivir sin ultraprocesados, sino si estamos dispuestos a cambiar el modelo que nos llevó a depender de ellos.



Porque, como en muchos otros temas, el problema no es solo lo que comemos, sino la forma en que vivimos


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